Yo siempre quise ser
como Nicolás. ¡El Pequeño no! Ese vino después (1). Quise ser como el original,
el auténtico: Nicolás Flamel. Ése que hace casi 700 años dejó atrás la pequeña
librería que regentaba en París, y persiguiendo las ilusiones transmitidas por
un ángel que se le había aparecido en sueños, se marchó en busca de la Piedra
Filosofal, la que le daría las claves para poder convertir cualquier metal en
oro y gozar de la vida eterna. Cuenta la leyenda que lo consiguió, que amasó
una importante fortuna transformando mercurio en oro y que tras su muerte, los
que profanaron su tumba en busca de la Piedra no encontraron rastros ni de la
Piedra ni de su cuerpo. Quien sabe… puede que aun esté entre nosotros. Unos
cuantos siglos después, los misterios que rodearon a Nicolás y a otros
alquimistas de la época siguen siendo eso: misterios. Y la existencia de la
Piedra Filosofal, una leyenda. Pero a día de hoy sabemos que la transmutación
de la materia (convertir un elemento en otro) es posible. ¡Y no solo eso!
Sabemos que es útil. No para enriquecernos. Tampoco para alcanzar la
inmortalidad. Pero sí para conocer un poco más acerca de cómo funcionamos,
cuándo y por qué enfermamos e incluso cómo curarnos.
La historia
de cómo me convertí en alquimista tiene, como todo en la vida, mucho de azar.
Dijo John Lennon que la vida es aquello que te pasa mientras estas
ocupado haciendo otros planes. Corría el año 2002. Hacía dos días que había
defendido mi tesis doctoral y no tenía una idea muy clara de hacia dónde ir.
Salió un puesto de trabajo para llevar un ciclotrón. Sin saber aun lo que era
eso, solicité el trabajo y me entrevistaron. Una semana después me llamaron
para darme el puesto y acepté. Eso ocurrió 20 minutos antes de recibir otra
oferta de trabajo en una industria química, que habría también aceptado sin
dudarlo y que me hubiera convertido en otra cosa. Dos meses más tarde se
rumoreaba que la primera llamada la recibí porque confundieron mi teléfono con
el de otro candidato. La suerte se había puesto de mi parte: aun no lo sabía…
pero ¡Ya era un alquimista!
El ciclotrón o la
Piedra Filosofal.
El ciclotrón es la
piedra filosofal del S. XXI. Con él transmutamos la materia y su funcionamiento
es conceptualmente sencillo. Un ciclotrón de los utilizados más comúnmente es
un equipo cilíndrico de unos 2 metros de alto por 2 metros de diámetro que pesa
unas 25 toneladas y cuesta algo más de 1 millón de euros. En él se
aceleran pequeñas partículas (generalmente protones, partículas subatómicas con
carga eléctrica positiva) hasta que alcanzan velocidades de varios miles de
kilómetros por segundo. Cuando estas partículas aceleradas colisionan con cualquier
material, se produce una reacción muy violenta y dependiendo de las propiedades
del material que ha sufrido el impacto, puede darse una reacción nuclear. Así,
por ejemplo, si se irradia con protones acelerados un átomo de nitrógeno,
elemento que constituye aproximada-mente el 80% del aire que respiramos y cuyo
núcleo está formado por 7 protones y 7 neutrones, el protón incidente se queda
en el núcleo del átomo de nitrógeno y como conse-cuencia del impacto se emite
una partícula alfa (partícula formada por dos protones y dos neutrones). El
balance neto global para el átomo de nitrógeno es que pierde un protón y dos
neutrones, convirtiéndose en un átomo de carbono-11 (Fig. 1). Nicolás estaría
orgulloso… ¡Hemos transmutado la materia!
Fig. 1. Formación de un átomo de 11C mediante bombardeo de un átomo de nitrógeno con protones acelerados. En la parte superior se indican el número de protones (p+) y de neutrones (n) de cada núcleo.
El átomo
de Carbono-11 formado (también notado 11C) tiene un exceso de
energía, no se siente cómodo y tiende a pasar de manera espontánea a un estado
menos energético. Este fenómeno, que se conoce como radiactividad, va
acompañado de la emisión de radiación. En el caso concreto del átomo de 11C
el proceso radiactivo conlleva la emisión de un positrón (β+, como
un electrón pero con carga positiva), transformando el átomo de 11C
en un átomo de boro-11 (Fig. 2a). Nicolás estaría celoso… ¡Hemos transmutado la
materia por segunda vez! El positrón emitido colisiona con átomos vecinos y va
perdiendo energía cinética (disminuye su velocidad), hasta que se queda
prácticamente parado. En este momento reacciona con un electrón, desapareciendo
y generando fotones gamma (“luz” de alta energía que nuestros ojos no pueden
ver; Fig. 2b). Nicolás estaría furioso… No sólo transmutamos la materia: ¡La
transformamos en energía!
Fig. 2. (a) Fenómeno radiactivo por el cual un átomo de 11C pasa a un estado más estable emitiendo un positrón. Nótese que el átomo de 11C se transforma en un átomo de boro. En la parte superior se indican el número de protones (p+) y de neutrones (n) de cada núcleo; (b) el positrón emitido pierde su energía cinética, reacciona con un electrón y desaparece formando fotones gamma.
Y todo esto… ¿para qué?
Todos tenemos algún
familiar o conocido que padece o ha padecido cáncer. Alguien que un día se notó
un bulto en alguna parte del cuerpo, o se empezó a encontrar mal, o perdió
visión repentinamente. También es posible que conozcamos a alguien de avanzada edad
que en cierto momento empezó a olvidar cosas, o que simplemente salió de casa y
no supo encontrar el camino de vuelta por sí mismo. Síntomas clínicos que,
combinados con pruebas médicas, seguramente permitieron establecer un
diagnóstico y eventualmente aplicar un tratamiento posiblemente paliativo.
Curiosamente, hoy en día sabemos que antes, mucho antes de la aparición de los
síntomas clínicos (en ocasiones años), existen alteraciones a nivel molecular
que no podemos ver o percibir, pero que están ahí. También sabemos que, una vez
diagnosticada una enfermedad y aplicado un tratamiento, la respuesta a dicho
tratamiento empieza también a nivel molecular, y se traduce posteriormente en
una mejora de los síntomas clínicos. Y podríamos preguntarnos: Si fuéramos
capaces de detectar esas alteraciones moleculares, ¿podríamos detectar las
enfermedades mucho antes y en consecuencia conseguir que los tratamientos
fueran más efectivos? Y ¿podríamos ver de manera mucho más eficiente si el
tratamiento prescrito es efectivo? Las respuestas a estas preguntas son sí y
sí, gracias en parte (y sólo en parte) a los alquimistas.
La alquimia y su rol en
el diagnóstico clínico.
Como se ha explicado
anteriormente, los átomos de 11C generados con la ayuda del
ciclotrón emiten positrones de manera espontánea, y los positrones acaban
generando fotones gamma. Dejando el fenómeno radiactivo aparte, el 11C
se comporta exactamente igual que su isótopo estable (el carbono-12 ó 12C),
que está presente en todas las moléculas orgánicas que existen. Visto de otra
forma, tenemos la posibilidad de coger cualquier molécula orgánica que se nos
ocurra y sustituir cualquiera de sus átomos de 12C por un átomo
de 11C. La molécula resultante tendrá exactamente el mismo
comportamiento químico y biológico que la original, pero gracias a que contiene
un átomo de 11C, emitirá rayos gamma. ¡Basta con detectar esos
rayos gamma para saber en todo momento dónde está la molécula! Y la detección
de esos rayos gamma es hoy en día posible. Actualmente, podemos administrar a
un paciente un fármaco que contenga un átomo de 11C, y mediante
cámaras especializadas, podemos obtener imágenes 3D que nos permitirán saber en
cada momento dónde se encuentra el fármaco. Con esas imágenes, se puede obtener
información fundamental para conocer qué pasa dentro de nuestro cuerpo, y si
existen alteraciones que puedan asociarse a enfermedades.
Un ejemplo concreto: la
Enfermedad de Alzheimer.
La Enfermedad de
Alzheimer (EA) es una enfermedad neurodegenerativa cuyos síntomas clínicos más
habituales son la pérdida de la memoria y de otras capacidades mentales. Sin
embargo, muchos años antes de que aparezcan estos síntomas tienen lugar en el cerebro
diferentes procesos biológicos, y uno de ellos es la aparición de unos
conglomerados de proteína microscópicos denominados placas seniles. En otras
palabras… si pudiéramos detectar la presencia de placas seniles antes de la
aparición de los síntomas clínicos, podríamos efectuar un diagnóstico mucho más
precoz de esta enfermedad. Y es aquí donde entra en juego la alquimia. Los
alquimistas (o como se nos llama hoy en día, radioquímicos) generamos 11C
y lo utilizamos para preparar una molécula denominada [11C]PIB (Fig.
3a; nótese que uno de sus átomos de carbono es 11C). Esta
molécula, que se administrada a los pacientes por vía intravenosa, es capaz de
pasar de la sangre al cerebro y unirse a las placas seniles. Por lo tanto,
aquellos cerebros afectados por EA (que contienen un gran número de placas
seniles) tenderán a acumular mucho más las moléculas de [11C]PIB que
los cerebros sanos (Fig. 3b y 3c). El 11C, integrante de la
molécula de [11C]PIB, sufrirá la desintegración radiactiva con la
consecuente emisión de positrones y finalmente de rayos gamma, que pueden
detectarse con unos detectores especiales denominados cámaras tomográficas
(Fig. 3d). La detección de dichos rayos gamma permitirá obtener imágenes que
nos ofrecerán información acerca de la concentración de [11C]PIB en
cada región cerebral (Fig. 3e), permitiéndonos discernir entre pacientes sanos
y pacientes afectados por EA.
Fig. 3. (a) Estructura química de la molécula de [11C]PIB. Nótese que uno de sus átomos de carbono-12 ha sido reemplazado por un átomo de 11C. Por simplicidad, la molécula se representa como una estrella roja en 2c y 2e; (b) representación esquemática de un cerebro afectado por EA (izquierda) y un cerebro sano (derecha). Los puntos negros representan placas seniles; (c) tras inyectar [11C]PIB, éste se acumula en las zonas donde hay alta densidad de placas seniles; (d) Los pacientes son sometidos a un estudio mediante el cual se detectan los rayos gamma procedentes de la desintegración del 11C; (e) se obtienen imágenes del cerebro en las que la intensidad de señal es proporcional a la cantidad de placas seniles, permitiendo determinar de manera no invasiva y precoz si un paciente sufre o no EA.
La alquimia más allá de
la detección de EA.
El concepto general de administrar a un paciente (o voluntario sano, o animal de experimentación) una molécula marcada con 11C (o con otro átomo que emita positrones) y obtener imágenes tiene muchísimas aplicaciones que van mucho más allá de diagnosticar enfermedades neurodegenerativas. Esta estrategia se utiliza también para diagnosticar y evaluar la respuesta al tratamiento de muchos tipos de cáncer, enfermedades cardiovasculares, inflamación e infecciones, entre otras. Además, resulta extremadamente útil en el proceso de desarrollo de nuevos fármacos. Por ejemplo, cuando una industria farmacéutica desarrolla una nueva molécula que podría curar alguna enfermedad, es necesario efectuar estudios para determinar cuál es la mejor ruta y pauta de administración, la dosis óptima, la posible toxicidad, las rutas de eliminación, cómo se metaboliza (esto es, como se rompe) el fármaco dentro del cuerpo, etc. Todo esto es posible utilizando la radioquímica… disciplina apasionante que combina conocimientos de química, ingeniería y física y que requiere de la interacción íntima e ininterrumpida con la biología, la farmacia y la medicina. Una disciplina que como tal no se recoge en los programas educativos de enseñanza superior. Una disciplina con más futuro que pasado y que necesita energías renovadas. ¿Te animas?
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